Morir, hasta un punto de vuelta,
que carece de entusiasmo de ida,
pero aún así camina, ciego... caminas.
Morir donde arden los asomos,
los asomos de los pétalos de los claveles rojos.
Para incendiarlos con el sol del amanecer,
antes de alcanzar su tallo con un fuego furioso,
seguro, incandescente, autista y de dolor.
Se hace presente un silbido de primavera furiosa,
un silbido que sana, y frágilmente destiñe la llamarada,
tritura en formas de vibraciones la voz de los corazones
que latiendo a la par, y que a la par también
calcan susurros en el oído,
sosteniendo en las nubes palabras sin silencios,
palabras con ecos de amores de eternidad,
palabras hechas de roble.
Quemar los bordes de la débil,
pero sin matarla, volverla flor.
Y para morir, pero no hacerlo del todo,
se estremecen los órganos, las falacias y las hipocresías.
Que se asoman debajo del mantel,
o la miel debajo de la mesa de la cocina,
como lo que no vas a callar jamás...
como el pestañeo constante que
cohíbe la mirada firme, segura, declaradora, sorpresiva.
Que cohíben a los pulmones y
su manera de tocar la punta de las plumas de las aves,
que recorren entre nubes el peso de los recuerdos
que en segundos (bajo un cielo azul) uno suele despedirlos,
sin lagrimas, sin dolor.
Y debajo de tu alma un colchón verde.
Sobre vos un día...
un día que tal vez jamás hubieras esperado que suceda,
y así se muere...
Pero alguien se tira hacia atrás,
frente al borde de un barranco.
Pero no lo sostiene desde su espalda
una cuerda atada a un yunque de hierro herviente,
que quemaría su decisión de abalanzar la vida.
Tampoco te sostiene tu desagrado por la mentira...
sino el gusto de lo que aún no ha sido,
pero que pudo ser, o puede ser.
Por eso, no muere la rosa, el clavel el árbol o la hoja,
porque tiene miedos, tiene vida y muerte, pero siempre...
siempre tiene raíces.
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