jueves, 29 de septiembre de 2011

Late el adiós.

Sostuvo tenazmente entre sus dedos tembloroso de su mano izquierda su copa de vino, y en su mano derecha se sostuvo él, sostuvo la perdida de la fe, sostuvo el adiós de aquella mujer, el adiós de su único amor. Estuvo así casi sin pestañear, sin moverse, petrificado en la ausencia que deja como un fuego tóxico en su corazón aquel portazo que perturbo su ser.
Sólo aquél vino que recorrió sus venas supo lo que él sentía luego de que ella lo abandonara.
Sintió que nunca más volvería a creer en el amor, porque con ella se fue la poca calidez que en él alguna vez habitó. Donde él sólo sentía que había perdido por completo la razón por la cuál vivía.
En el silencio de aquella casa lo único que él escuchaba era resonar su llanto, sus tacos divagando, que en cada paso como en cada latido de su corazón marcaba con fuego en su memoria aquella despedida.
También se sentía aquél violín, que se derretía junto a él, junto con aquella copa de vino que lo dejó dormido. Y así recorría por su cuerpo un tinte de ese veneno que deja la sobredosis de amor, y la creencia de que era fuerte, que podría aguantar y podría vencer la tristeza, y aquella desdicha de que nunca nadie antes que él, habia muerto por amor, pues alguien alguna vez debía hacerlo.

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